jueves, 9 de febrero de 2012

Capítulo 1. "CÁNTAME LAS SABANITAS". Los orígenes.

Llevo tiempo escribiendo sobre las canciones y sus historias. Dudaba si incluír un libreto con el CD, explicando el origen de cada una. Como este espacio virtual es un lujo, me dispongo a ir desgranándolo poco a poco, por capítulos.  

El primero no es un tema. Es el motor primero. La pregunta. El primer empujón. La necesidad vital. La experiencia oculta y preciosa, que me ha costado años sacar a la superficie. Se escondía en algunas sinapsis recónditas de mi hipocampo, seguramente...

(Gràcies, Sussi, per fer-me pensar que les reflexions personals, i un xic profundes, també tenen un lloc en aquest blog. Crec que fins que no vaig rebre el teu e-mail no m'ho vaig permetre)


LOS ORÍGENES 

Yo era pequeña. Me sentaba en el suelo, entusiasmada, y mirándola desde abajo, y admirándola como sólo a ella podía hacerlo, le repetía la misma cosa una y otra vez: “¡Cántame las sabanitas, mamá!”.

Qué momento. Era mágico. Casi siempre pasaba en el lavabo. Yo en el suelo, y ella con la tapa bajada, usando la taza como si fuera el taburete de una de las grandes en su concierto más concurrido. Con una dignidad aplastante, se recolocaba en su asiento y preparaba su alma para cantarme, mientras acomodaba su cuerpo en el escenario.

No recuerdo cómo se lo preguntaba. Si insistía mucho o poco. Si se lo proponía antes o después de escondernos en el lavabo. Mi recuerdo es de un momento clandestino y único. Solamente para nosotras.

Las neuronas me han grabado a fuego el silencio que venía después de la demanda. Ella  miraba hacia arriba. Y en un segundo se iba. Lejos. Se transportaba al lugar donde la música y ella eran una sola cosa. Cerraba los ojos y con cada respiración sus pómulos se volvían un poco más prominentes (¡aún no sabía lo que eran los resonadores!). Yo mantenía mis ojos clavados en su cara, expectante. Y deslumbrada. Cómo brillaba aquella musa. Estaba tan guapa cuando se preparaba para cantar…

Y entonces empezaba.

“Ay las sabanitas de mi cama
tienen compasión de mí
porque me ven por las noches,
¡ay! Acordándome de ti.

Ay Sonia de mi querer,
Ay Sonia de mi querer,
Ya se acabaron mis penas
Mañana te vuelvo a ver”

Yo sabía que el fandango acababa con la frase “contigo me casaré”. Que renunciara a esa parte y me pusiera a mí como protagonista de la historia aún me emocionaba más.

(…)

A veces pienso que he necesitado aprender tanto sobre la voz para paliar mi falta de valentía cantando. Mi madre era todo fuerza y todo entraña. Y digo era, no porque ya no lo sea, sinó porque ella misma se encabezona en asegurar que tiene nódulos y que ya no le sale la voz (¿me dejará algún día hacerle una clase?).

Su manera de cantar flamenco y copla es auténtica, de verdad. Como la de Ismael, mi padre adoptivo. (¡cómo canta el tío! ¡qué vozarrón! eso si que es "mordisco". Y además, no hay palo que se le resista...). Como la del tío Juan, que en paz descanse. Como la de la tita Angelita, que cada año, a pesar de estar “fónica” en fiestas, siempre salía por Marifé de Triana pa’ Navidad. Como la de la tía Concha de Vera. En ese ambiente, eran también indispensables, aunque no cantaran,  el tío Bernardo con la zambomba, el abuelo Paco con la botella de Anís, el tío Eduardo mirándoselo todo, siempre sonriente, y la abuela Angelita preparando la carne de Toro.


Yo no sé cantar así. Perdí la capacidad de proyectar sin tener miedo al riesgo, hace muchos, muchos años. He reconstruído con el tiempo la potencia aproximada que mi voz debe de tener. Pero aún siento que es artificial. Y que estoy midiendo, y no emitiendo. Pienso más de lo que respiro. Ellos no eran nada artificiales. Cuando abrían la boca, salía la vida entera a bocajarro. Qué envidia sana, por dios…

(Estoy escuchando lo que, probablemente, Sylvia Kabelka prodría preguntar en este preciso instante de la narración: “¿Esa sensación te llevó a buscar? Qué suerte haberla tenido, ¿no?”, y concluiría con una sonrisa de oreja a oreja y una cara de entusiasmo irresistible).

En los fandangos de mi madre todo es anclaje en el cuerpo (como dirían los del Voice Craft ¡gracias, Helen Rowson, por tanta sabiduría!). Esa espalda está trabajando como si la embistiera por detrás toda la vida entera,  de golpe. Y es que es así. Un fandango para mi madre, para mi familia, es una vida a escala, una pastilla de caldo avecrén comprimida en dos minutos de música. El resumen desde el silencio de antes del big bang hasta el día del juicio final. Ahí se da todo. Se llora todo. Se ríe todo. Es tan agrio como dulce. No hay puntos medios. Es blanco. Y es negro. Nada de grises.

Por ese fuego, por esa pasión, su tono muscular es arrebatador. Y de ahí sale una voz “que quita el sentío”. Que no le teme a los agudos. Básicamente porque a veces, ni los ve. Y si los ve y siente que no va a llegar a aquella nota que no había previsto con la misma amplitud vocal, nunca, nunca (¿dije nunca?), nunca tira atrás. ¿Falsete o algo parecido? “¡Amos enga ya!” Ni en broma. Antes se rompe un aritenoides (un cartílago que tira de las cuerdas), pero esa nota sale con toda la potencia. La de la cuerda gruesa, de la voz hablanda, del velt, de la voz de pecho, del "Ke" de Jorge Sirena y de Sandra Ortega, de las voces búlgaras o del grito del pastor de las montañas. Llámalo como quieras, pero en todo caso es probable que no nos cueste demasiado entender de lo que estamos hablando. De aquella actitud humana de tirar p’alante sin prever los daños colaterales. Del “Aquí estoy yo. ¿Pasa algo?” pa' lo bueno y pa' lo malo. En definitiva, como decían en el barrio “si hay que ir, se va, pero ir por ir es tontería”.

Con los años, encontré (¿busqué?) esa misma actitud vocal y musical a miles de quilómetros de distancia, pasado el charco, de la mano de una cultura bien lejana a la mía. Sería como lo que le pasa al protagonista del Alquimista de Paulo Coelho, que busca durante años un tesoro para darse cuenta de que siempre lo había tenido a mano.

Cada vez que veo a un afroamericano negro cantar gospel veo a mi madre. Y a mi padre Ismael. Y a mis tíos y tías, todos ellos de Almería. Y a los cantantes que escuchaban cuando yo era chiquitilla. Y a las coplistas que yo imitaba haciendo playback, con mi prima Gracia, en casa de la abuela Angelita.

En un taller con un coro encantador de Vilafranca del Penedès, conversábamos con su director sobre las similitudes y diferencias entre el gospel y el flamenco. Yo defendía que eran lo mismo. Él pensaba que eran muy diferentes. Ahora me doy cuenta de que yo no hablaba de música propiamente dicha,  sino de esta actitud vital.

Estoy convencida de que es la experiencia emocional la que me lleva de la mano a trabajar como directora de coros ¿Qué puede ser, si no? Invito a cantar a otros, de la misma forma que le pedía las Sabanitas a mi madre. He necesitado aprender mucho, formarme vastamente y justificar mi demanda para que haya personas que quieran “cantarme”(i mai no us ho hauré agrait prou!). Pero intuyo que la actitud es la misma. Más allá de las notas, los tonos y las estructuras, sigo buscando, curiosa y entusiasmada, aquel lugar mágico en que la Pepa, mi madre, se perdía, cerraba los ojos y le daba la mano a la música para que la llevara de paseo, a volar con ella.

5 comentarios:

  1. Cuándo nos vamos pAlmeria??
    Ganas locas!

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  2. Això. Era això, Moreno :)
    I sí: llévanos p'Almería, anda.

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  3. Uauuuuuuuuuuuuuuuuuu jo també vull venir quina emoció i quins records més plens de Sonia!!

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  4. ¿Gracias a nosotros por cantarte? ¡Gracias a ti por sacarnos esto tan grande que llevamos dentro y que ni sabíamos que teníamos!
    Un petó ben gros

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